Colombia, la paz que nunca llega

La era de Santos en Colombia ha llegado a su fin y, con ella, parece que también la paz. La recién estrenada presidencia de Iván Duque está resucitando la mano dura contra la guerrilla y promete ser la salvadora de los colombianos; merece por ello la pena echar una mirada al pasado y analizar cuáles han sido y serán los principales obstáculos al tan ansiado fin del conflicto.

Con la llegada de Iván Duque y lo que muchos catalogan como la vuelta del uribismo a la presidencia colombiana, era de esperar que el proceso de paz no iba a mantenerse en los términos negociados por Santos. De hecho, apenas unos meses después del triunfo electoral de Duque, esta tesis ha acabado por confirmarse con la reciente paralización de las negociaciones entre el Gobierno colombiano y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), precedida por un atentado que tuvo lugar el pasado 17 de enero en una escuela policial de Bogotá y cuya autoría fue reconocida por facciones del ELN.

Ante estos últimos acontecimientos, cabe repensar el estado del conflicto colombiano, que, tras más de 50 años de guerra, atraviesa, sin duda, una nueva fase. Atrás quedan los años del presidente Santos y sus esfuerzos para pacificar el país desde las salas de negociación. Comienza una nueva era o, mejor dicho, una vuelta a los tiempos pasados del presidente Uribe, marcados por los enfrentamientos militares y la violencia en todas sus formas.

Más allá de Uribe, Santos o Duque, la paz ha sido uno de los principales puntos en la agenda política de cualquiera de los Gobiernos a la cabeza del país andino desde los años 80, pero los métodos para perseguirla, con mayor o menor éxito, han variado y evolucionado con el devenir de la propia guerra. Para muchos, el acuerdo firmado en 2016 entre el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) iba a ser el fin definitivo de un conflicto que se ha cobrado más de ocho millones de víctimas y que se ha ganado el título del más duradero de América Latina. Pero las profundas raíces de la guerra y la diversidad de actores e intereses han impedido que el escenario de posacuerdo se consolide hasta ver el conflicto verdaderamente superado.

En este punto transitorio en el que se encuentra el país latinoamericano vale la pena preguntarse cuáles han sido esos intentos anteriores, sus fallos y aciertos y por qué ninguno ha conseguido la tan ansiada paz en Colombia.

Las claves del conflicto colombiano: de la tierra al narcotráfico

No cabe ninguna duda de que Colombia vive inmersa en una guerra muy compleja desde el punto de vista analítico. La particularidad y diversidad de sus contendientes, la incapacidad de algunos actores por reconocer las causas del conflicto o la introducción de nuevas modalidades de enfrentamiento han dificultado enormemente la consecución de la paz.

Si bien no hay un acuerdo generalizado sobre el período exacto del inicio del conflicto, existe cierto consenso en que es en el período de La Violencia (1948-1958) cuando se fraguaron los principales antecedentes y a partir de los años 60 cuando se inicia el conflicto que aún perdura hasta hoy. La causa principal, o al menos un eje fundamental para entender el conflicto, es la disputa por la propiedad y explotación de la tierra, lo que desencadenó la formación de grupos guerrilleros de izquierda cuyo principal reclamo era la puesta en marcha de una reforma agraria en Colombia.

En un primer momento, estos grupos guerrilleros actuaban de una manera más o menos informal, pero con la prolongación del conflicto se fueron organizando. Las FARC, fundadas entre 1964 y 1966 y fuera de la lucha armada desde 2016, eran el principal grupo rebelde. En esos mismos años se creó el ELN, aún activo. Además, operaron el Movimiento 19 de Abril (M19), el Movimiento Quintín Lame (MQL) y el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) —todos ellos desmovilizados en los 90—, entre otros grupos insurgentes de izquierdas ya extintos.

Los 80 supusieron un punto de inflexión en el conflicto colombiano, en parte por la aparición de grupos paramilitares de derechas financiados por terratenientes para combatir a las guerrillas y que a partir de 1996 se unifican bajo las siglas de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia). Las fuerzas estatales, por su parte, enfrentan a las guerrillas desde su nacimiento y se las acusa de colaborar en algunos períodos con las milicias paramilitares de derecha.

El último eslabón, el más reciente, son los cárteles de narcotraficantes, responsables mayoritarios de la intensificación del conflicto a partir de los años 80. No son considerados parte beligerante de manera oficial, aunque, desde su irrupción en el escenario colombiano, el conflicto toma un tinte muy distinto, pues el negocio de la droga se convierte en el motor financiador de los grupos armados, tanto de las guerrillas de izquierda como de los grupos paramilitares, y actúa, por tanto, como factor transversal.

Es precisamente este cóctel de actores el que, sumado a la larga duración del conflicto colombiano, ha llevado a los distintos Gobiernos a protagonizar una larga y diversa lista de iniciativas, algunas basadas en el diálogo y la desmovilización y otras centradas en la lucha armada contra las guerrillas.

Los duros 80, un impulso para los primeros intentos de pacificación
Durante el Gobierno de Belisario Betancur (1982-1986), se dieron las primeras negociaciones entre el Estado y las guerrillas. Se podría decir que Betancur fue el primer presidente en reconocer las causas estructurales del conflicto —sobre todo en lo referente a la cuestión agraria—, lo que permitió algunas desmovilizaciones. En ese período se crea la Comisión de la Paz y el Gobierno inicia conversaciones con las FARC, con las que llega a firmar un acuerdo de alto el fuego en 1985, y con otros grupos, como el M19 o el Ejército Popular de Liberación (EPL). También en 1985 se crea el partido Unión Patriótica (UP), en el que participan importantes personalidades de la guerrilla y de la lucha social, incluidos sectores de las FARC y el ELN.

Lo curioso es que, durante este proceso, la violencia no solo continúa, sino que alcanza uno de sus puntos más álgidos, lo que hace fracasar estrepitosamente el proyecto de paz de Betancur. Recordemos que los años 80 son los años de mayores enfrentamientos en Colombia entre los cárteles de narcotraficantes y los grupos guerrilleros, a lo que se añade también la presencia de cada vez más grupos paramilitares de extrema derecha. Además, a finales de 1985 el M19 toma el Palacio de Justicia y miembros de la UP son asesinados por paramilitares y miembros de las Fuerzas Armadas, lo que acelera su desaparición como partido.

Durante el Gobierno de Virgilio Barco (1986- 1990), la experiencia de la UP llevó a las FARC a rechazar toda negociación con el Gobierno y a intentar aglutinar a todos los movimientos guerrilleros bajo un grupo insurgente común. Sin embargo, los grupos armados de menor peso optaron por la negociación política, lo que permitió la desmovilización sucesiva del M19, el MQL, el EPL y el PRT.

La desmovilización del M19 fue, en cierto modo, un dinamizador de todas las demás, que se producirían en los meses siguientes. Su base legal son unos acuerdos con el Gobierno colombiano que, entre otros elementos, suponían la creación del Consejo Nacional de Normalización, que acabaría coordinando también las siguientes desmovilizaciones. Desde un punto de vista fáctico, se podría entender esta experiencia como un éxito del Estado colombiano y, aunque la reinserción estuvo centrada, sobre todo, en la participación política, no produjo grandes desajustes en la sociedad civil. Sin embargo, los cuatro grupos desmovilizados no dejaban de tener una participación relativamente marginal en el conflicto; aún quedaban activos las FARC, el ELN y los paramilitares, que se unirían en la AUC en los años siguientes.

De las negociaciones del Caguán a la mano dura de Uribe

El proceso de paz más sonado después del iniciado por Santos en 2012 fue el llamado Proceso del Caguán, puesto en marcha durante el Gobierno del conservador Andrés Pastrana (1998-2002). La iniciativa consistió en la desmilitarización de 42.000 km², que abarcaron cinco municipios de las regiones de Meta y Caqueté, entre ellos el municipio de San Vicente del Caguán, con el objetivo de instalar allí las negociaciones entre el Estado y los grupos guerrilleros que seguían activos, principalmente las FARC.

Para ello, el Gobierno tenía que retirar de la zona a la policía y a cualquier fuerza militar, hecho que se da en noviembre de 1998. En enero comienzan las negociaciones, marcadas por la falta de compromiso de las FARC y la incapacidad para llegar a un acuerdo sólido. De hecho, es en este contexto cuando se produce el simbólico incidente de la silla vacía, que hace referencia a la ausencia de Manuel Marulanda —entonces presidente de las FARC— en la inauguración de las negociaciones del Caguán. Este fue el principio de un proceso que, con los años, se reveló totalmente fallido, ya que las FARC aprovecharon la desmilitarización para aumentar su control en la zona y avanzar posiciones en la guerra contra el Estado.

Zona desmilitarizada durante el Proceso del Caguán. Fuente: Wikimedia
Fue, en parte, este fracaso de Pastrana el que catapultó a Álvaro Uribe a la presidencia en 2002. Su mandato estuvo marcado por una dura lucha contra la guerrilla y el narcotráfico bajo la Política de Seguridad Democrática, financiada a su vez por el Plan Colombia, un acuerdo mediante el cual EE. UU. se comprometía a asistir económica y militarmente la lucha contra la guerrilla y el narcotráfico. Los años de Uribe (2002-2010) tuvieron un balance aparentemente positivo: se redujeron las desapariciones, se exterminaron miles de hectáreas de cultivos de cocaína y los cárteles de narcotraficantes redujeron enormemente su poder. Sin embargo, problemas como la violencia o el narcotráfico cambiaron su forma, pero no desaparecieron, y la causa estructural del conflicto —el reparto y explotación de la tierra— no solo no se solucionó, sino que se agravó por las fumigaciones masivas de plantaciones de coca.

También en los años de Uribe se produjo la desmovilización del mayor grupo paramilitar: las AUC. Este fue el primer proceso explícitamente calificado de “desarme, desmovilización y reinserción” (DDR) y guiado por los estándares de la ONU. No obstante, fue muy criticado por los medios de comunicación y la sociedad internacional, pues la llamada “paz entre amigos” se consideró una mera formalidad para lavar la cara al Gobierno, que venía siendo acusado de colaborar muy estrechamente con los paramilitares en la lucha contra la guerrilla. Además, no se puede hablar de un proceso de DDR exitoso, ya que la fase de reinserción falló y llevó a la mayor parte de estos excombatientes a convertirse en miembros del crimen organizado, lo que aún hoy supone un problema de seguridad nacional para Colombia.

El ocaso aparente del conflicto colombiano
En septiembre de 2012 el entonces presidente de Colombia, Juan Manuel Santos (2010-2018), anunciaba a los colombianos el inicio de los diálogos con las FARC, el mayor grupo guerrillero del país, para la elaboración de un futuro acuerdo de paz. Las negociaciones duraron cuatro años y tuvieron La Habana como escenario principal. En septiembre de 2016 se firma un acuerdo que no sale adelante tras un plebiscito en el que gana el no por un 50,21%. A pesar de la negativa, el presidente Santos sigue adelante con el proceso y reformula un acuerdo que se acaba ratificando en noviembre del mismo año por las cortes, sin pasar esta vez por consulta popular.

El acuerdo aborda seis puntos de negociación: una reforma agraria; un acuerdo de cese al fuego y un posterior proceso de desarme, desmovilización, reinserción e integración de los combatientes; la constitución del grupo guerrillero como partido político legal; solución al problema de las drogas ilícitas más allá de las fumigaciones; reparación a las víctimas, y, finalmente, las condiciones de implementación del acuerdo. Se trata de un acuerdo muy complejo y con grandes perspectivas de triunfo. Tanto las FARC como el Gobierno eran conscientes en ese momento de que el conflicto estaba estancado y de que una paz negociada iba a proporcionarles mayores beneficios que seguir invirtiendo en la lucha armada. Santos, principal conductor del proceso, contaba además con una enorme legitimidad nacional e internacional: dentro cuenta con la confianza de las Fuerzas Armadas —fue ministro de Defensa durante los años de Uribe— y fuera tiene el apoyo de la ONU, la Unión Europea y otros socios importantes de dentro y fuera de la región, como Cuba o Noruega.

El resultado del proceso fue la tan ansiada desmovilización de las FARC y el inicio de las negociaciones con el ELN. Las FARC dejaron las armas definitivamente en junio de 2016 y se insertaron en la política con el partido Fuerza Alternativa Revolucionaria de lo Común —con las mismas siglas que el grupo guerrillero—. La FARC se presentó a las elecciones legislativas de 2018, aunque sin mucho éxito. Pero ¿qué fue lo que falló en la estrategia de Santos para que el pueblo colombiano no confiara en el proceso de paz? Santos llega a la presidencia en 2010 auspiciado por el éxito de Uribe, y el hecho de que escogiera negociar con las FARC antes que enfrentarlas militarmente fue recibido como una traición por parte de los uribistas. Además, la huella del Proceso del Caguán está muy presente en los colombianos, que siguen sin confiar en la palabra de las guerrillas y temen que vuelvan a dejar la silla vacía, como hicieron las FARC en 1998.

Por otro lado, el proceso de paz iniciado por Santos no fue ni mucho menos perfecto y dejó algunos aspectos sin resolver. Aunque el expresidente se jacta de haber reducido enormemente la tasa de homicidios en el país, tras este dato se esconde otra preocupante cifra: la de líderes sociales y políticos asesinados, que ha aumentado desde 2016, fruto de la ausencia estatal en territorios antes controlados por los grupos guerrilleros y que ha favorecido la proliferación de narcotraficantes y paramilitares en las zonas más remotas del país.

Asimismo, el Gobierno se enfrenta aún al complicado reto de la justicia transicional. Desde las firmas del acuerdo se han creado tres organismos —la Jurisdicción Especial para la Paz, la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de Personas— con el fin de juzgar a los culpables del conflicto y resarcir a las víctimas, una misión extremadamente complicada si se tiene en cuenta que uno de los puntos básicos del acuerdo es la reinserción de los exguerrilleros. El gran desafío de Santos para apaciguar las críticas de la oposición uribista y, al mismo tiempo, cumplir con los acuerdos fue el de compaginar la reconciliación nacional con la justicia, algo que no parece haber conseguido. De hecho, los procesos judiciales iniciados hasta ahora avanzan con enorme lentitud e incluso con ciertas irregularidades, lo que ha seguido restando credibilidad al proyecto de Santos.

¿El fin de la paz?

Santos ya preveía que, tras su salida del Gobierno, el acuerdo de paz iba a tener que enfrentar grandes dificultades para seguir adelante, razón por la cual apostó por acelerar el proceso al máximo de sus posibilidades. No se equivocaba: en junio de 2018 ganó la mano dura de Uribe, pero escondida tras la figura de Iván Duque.

El 17 de junio de 2018, segunda ronda de las elecciones presidenciales, el pueblo colombiano elegía mucho más que a su presidente: elegía entre el pacifismo y la continuación de los acuerdos, opción patrocinada por Gustavo Petro, y la vuelta al militarismo, encarnada en Duque. El actual presidente ya venía advirtiendo la necesidad de reformar algunos puntos del acuerdo de paz, pero el atentado reciente perpetrado por el ELN lo ha llevado mucho más lejos de esa promesa electoral: no solo ha suspendido las negociaciones con el grupo guerrillero, sino que ha incumplido el protocolo al ordenar la captura de los negociadores y se han dado pasos importantes para retomar la línea de actuación de Uribe.

A mediados de febrero, el Congreso de EE. UU. aprobaba un aumento de 27 millones de dólares para la financiación del Plan Colombia respecto al año anterior y la Casa Blanca recibía al presidente andino en una reproducción del encuentro que 16 años atrás protagonizaron George W. Bush y Álvaro Uribe.

Los actuales presidentes de Colombia y EE. UU. con sus esposas en segundo plano.

Todo parece apuntar a que el futuro de Colombia se parecerá mucho a su pasado.

El Gobierno no tiene ninguna intención de retomar los diálogos con el ELN y gran parte del pueblo colombiano, harto de sufrir las consecuencias de la guerra, lo respalda en esa decisión. Ahora cabe preguntarse si los actos de Duque enterrarán los logros de Santos y si las posibilidades de un nuevo enfrentamiento entre la guerrilla y el Estado pueden llevar a reavivar a las FARC.
De lo que no cabe duda es de que habrá que esperar al menos cuatro años para que vuelva a ponerse el foco en las causas estructurales del conflicto y en la construcción de una Colombia que supere las profundas heridas que ha dejado la guerra.

Tomado de ; https://elordenmundial.com

Escrito por ; Elena Jiménez
Las Palmas, 1996. Graduada en Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente viviendo y escribiendo desde Montevideo. Interesada en América Latina y en temas de geopolítica, género, migraciones y medioambiente.

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