individuales y colectivas, desde las condiciones de vida, la organización social a la mentalidad, valores… Cualquier objeto de los que nos rodean y tejen el ecosistema artificial en el que estamos inmersos, sea un objeto simple como una botella de plástico o un artefacto altamente sofisticado como un móvil, contiene una cantidad asombrosa de conocimiento acumulado.
Si lo pudiéramos liberar se produciría una explosión fabulosa, no de energía sino de conocimiento. Un conocimiento comprimido hasta el punto de convertir los artefactos en cajas negras. Herméticas, opacas.
Podríamos visualizar el ecosistema artificial como una megalópolis en el que todos sus edificios, todo su mobiliario urbano, fueran cajas negras, y sus habitantes transitando entre ese paisaje. Se pueden acercar a esos cubos impenetrables y tocarlos para recibir alguna respuesta. Pero su interior, cómo funcionan, cómo están hechos… su historia, es inalcanzable. Si pretendemos desmontar cualquiera de las cajas negras nos encontraríamos con que en vez de una liberación explosiva de conocimiento habría una implosión. Es decir, un pozo sin fondo de conocimiento especializado que haría expertos a quienes entraran, pero solo para entender esta caja.
Cultura científica La solución es hacerlas traslúcidas y que así los viandantes ya no se pierdan por un entorno laberíntico de cajas opacas. Y eso se consigue con cultura científica. Necesitamos compensar el abrumador derrame de conocimiento científico en forma de tecnología con una cultura que nos instale adecuadamente en el nuevo entorno.
De no ser así, el desajuste es creciente y se produce la paradoja de que, en un mundo tecnológico, científico, en una sociedad que se propone ser llamada sociedad del conocimiento, aparezcan nuevas y alarmantes formas de ignorancia. Con el riesgo de infecciones que la ignorancia provoca en la sociedad y en las personas.
Son ahora los científicos en sus laboratorios quienes hablan y escriben con lenguajes indescifrables para los usuarios Cuando la sociedad la conformaba la religión, unos teólogos hablaban y escribían en universidades y monasterios sobre pensamientos abstrusos para la inmensa mayoría de la población creyente. Así que el riesgo de las supersticiones, que había que reprimir o encubrir, latía en la profunda brecha que se creaba. Pues bien, en esta sociedad del XXI, conformada por la ciencia, son ahora los científicos en sus laboratorios quienes hablan y escriben con lenguajes indescifrables para los usuarios de la tecnología (que es como les llega comprimida la ciencia), por lo que otros riesgos de supersticiones brotan en la sociedad.
Se necesita una cultura científica que nos ayude a mirar lo que el conocimiento científico nos hace ver, ya que hoy estamos mirando un mundo que está cambiando radicalmente con una perspectiva de antes y, por tanto, en un escorzo cada vez más forzado y deformante. Es la función clave del narrador: aproximar mundos inasequibles a sus lectores, a sus oyentes Para este propósito de una cultura científica tienen que abundar nuevos narradores que sepan contarnos el mundo que está emergiendo. Con una habilidad narrativa basada en el arte de las metáforas que, como mundos paralelos, aproximen el mundo ajeno de la ciencia.
Es la función clave del narrador: aproximar mundos inasequibles a sus lectores, a sus oyentes, a sus espectadores, sean los de lugares lejanos y exóticos, los de espacios privados y excluyentes de los salones o los invisibles del lumpen, sean los laberintos interiores de la mente y el corazón humanos. Y a este género narrativo para una cultura científica no se le llamará divulgación.
Antonio Rodríguez de las Heras Catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid y director del Instituto de Cultura y Tecnología @ARdelasH www.ardelash.es#Educación#Artes#Ciencia