Murió en medio del papel, de colecciones de historietas bellamente empastadas, de libros viejos que solo allí se conseguían, de ediciones nuevas con las que a diario surtía su establecimiento para venderle a estudiantes, padres de familia y a quienes desde niños hemos tenido el hábito de la lectura. Allí, en medio de esas estanterías repletas de tomos de diversos títulos y autores, murió el 1 de noviembre don Jesús Bolívar, el hombre de los libros.

Tenía 11 años cuando en una de mis visitas a la ciudad de Pitalito, proveniente de Bogotá donde residía, encontré por primera vez a don Jesús Bolívar. Bueno, yo no sabía ni su nombre, ni su apellido.

Poseía un puesto de revistas en la esquina de la carrera tercera con calle séptima, a un costado de lo que entonces fue la Plaza de Mercado. El puesto estaba ubicado justo donde hoy funciona la Plaza Cívica, en el lugar donde existe actualmente un establecimiento de venta de vajillas y otros elementos de cocina y aseo.

Tendidas sobre un plástico exhibía revistas mexicanas de “El Santo, el Enmascarado de Plata”, “Juan sin Miedo”, “Arandú, el príncipe de la selva”, “Kalimán, el hombre increíble”, “Tamakún”, “Los Tres Villalobos”, y muchas otras; colgadas del muro con guascas de fique, exhibía otra cantidad de revistas del mismo género de historietas.

El día que descubrí a Bolívar y su puesto de revistas, traía conmigo algunos ejemplares de esas revistas, cuyo tamaño era más grande que las que se imprimían en Colombia por la editorial Greco, que posteriormente vendió los derechos a la editora Cinco. Bolívar las observó y me preguntó en dónde había comprado esas revistas, y le conté la historia. Me propuso compra y le dije que le vendía la colección completa, pero cuando volviera de Bogotá. El negocio se consolidó seis meses después, pagando Bolívar mis revistas a diez pesos cada una.

Cada que venía a Pitalito, arrimaba a su puesto de revistas, a ver las que yo le había vendido, y les veía las caratulas más descoloridas por el paso del tiempo y los rayos solares. Debo decir que las observaba con mucha nostalgia, y alguna vez quise que me las volviera a vender, pero me pidió muy caro. Pasados los años no volví a ver a don Bolívar en la plaza.

En 1988, cuando fui administrador de la Plaza de Mercado por primera vez, indagué por él, pero nadie me dio razón. Posteriormente lo vi en su propia casa, ubicada en la calle octava entre carreras cuarta y quinta. Allí, en la sala había montado su negocio, ampliándolo no solo a las revistas, sino que vendía y compraba libros.

Me produjo mucha alegría volverlo a ver, y un día le pregunté por la colección de revistas que 11 años antes le había vendido. Yo estaba dispuesto a comprarlas de nuevo al precio que fuera, pero me contó que las había vendido todas. Nuevamente sentí nostalgia porque fueron esas revistas las que me “enviciaron” a la lectura. Vicio que no he podido dejar porque todos los días leo un trozo de algún libro, artículos de revistas, (ahora virtuales) y periódicos, (también virtuales) gracias a la tecnología. ¡Bendito sea el internet! Mejor cosa no pudo inventar el ser humano.

Frecuentaba la librería de don Bolívar, le compraba algunos libros, y hacía intercambios con otros, pero debo decir, y ojalá no me oiga, que siempre salía uno tumbado haciendo negocios con él.

Fue un hombre de pocas sonrisas y menos abrazos, pero con tal de ver tanto libro, uno no dejaba de frecuentar su negocio y siempre salía comprando algún libro. Y como en los tomaderos de trago, que el cantinero sabe quién es alcohólico y se frota las manos cuando lo ve llegar, a don Bolívar cuando uno ingresaba a su negocio le brillaban los ojos porque conocía quién era un vicioso de la lectura.

Sentí mucha tristeza cuando me enteré de su repentino fallecimiento. Hacía apenas tres semanas nos habíamos saludado en su negocio y me mostró un libro que según su opinión, solo él poseía. Un libro de una edición antigua cuyo título es “Mil Quinientos Secretos”, del profesor Albert Boscare, un charlatán norteamericano de los años treinta del siglo pasado. Observé la edición: 1940. Pero se sorprendió cuando le dije que yo poseía una edición de 1933. Si quiere la traigo para que no me diga que soy mentiroso, le dije. Y me respondió: “Yo a usted le creo, porque desde niño conserva joyas literarias”.

Lo digo con toda sinceridad: a los viciosos a la lectura, don Bolívar nos hará mucha falta.

Escrito por *Santiago Villareal

En redes sociales sus allegados han manifestado todo el aprecio que le tenían y el vacío que deja su inesperada partida:

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